Fercha

Ana Laura Corga
5 min readOct 5, 2020

La Fercha se despidió de este plano terrenal hace aproximadamente dos años, aunque ciertamente llevaba un poco más lejos de todos nosotros. Antes de fallecer, estuvo varios años lidiando con la enfermedad de demencia senil.

Esta condición la llevó a no estar completamente, era otra ella. La última fiesta que disfrutó aun hablando y cantando fue muy emotiva, los más cercanos nos sentimos atraídos por ese sentimiento de melancolía brutal. En esa fiesta pidió su canción favorita al conjunto de norteños — hace un año — , mientras cantaba una u otra estrofa al azar, a medio ritmo de la música, a medio completar las frases de la canción, haciéndole adhesiones pillas.

Para toda la familia fue muy duro verla cambiando y dejando de ser ella, unos optamos por alejarnos, otros por medio estar y así hasta el tiempo final.

Su partida fue dolorosa en todos los sentidos, creo que la familia nunca superará esa despedida. Algunos no tuvieron oportunidad de decir adiós, otros seguimos preguntándonos por qué pasaron las cosas así. Ya sin juzgar o lamentar, simplemente en el dolor de no haber hecho más o no haber estado cuando se debía.

Me enteré de que mi abuela había muerto cuando iba de regreso a casa del trabajo, me llegó un sentimiento de profundo abatimiento y enojo. La última vez que la vi, me vio muy feo, como si quisiera decirme y gritarme tantas cosas no muy gratas; no lo soporté. Desde esa vez no volví a verla, siempre de lejos, con lo menos que pudiera estar ahí.

La Fercha fue una mujer de las que leemos en tantas historias de migración en México, una mujer de la sierra mixteca oaxaqueña, en un lugar lejano de las ciudades y en el que las tradiciones machas y violentas son el común. Sí, no todos los lugares oaxaqueños son así, pero este sí lo era y lo es.

“Se la robaron” y la obligaron a ser mamá a una temprana edad. Madre de trece hijos, sin posibilidad clara a la educación, sin posibilidad de renunciar a ese destino de ser madre en el campo. Sus manos se fueron desgastando con los años, su rostro se iba llenando de arrugas, por la edad, por el sol y por la vida de la sierra. A pesar de que uno la veía fuerte como un roble, de esos con raíces profundas y sólidas, siempre tenía un dejo de tristeza, unas hojas medio sin color; varias veces lo pude notar en su mirada.

Estoy segura de que parte importante de que sus hijos hayan emigrado a la Ciudad de México fue su decisión, porque sus hijas salieron de ahí muy jóvenes, lo suficientemente niñas para que ningún fulano las exigiera en matrimonio. Me imagino la tristeza y dolor que tuvo qué pasar, en el silencio, sola en ese cerro, cuántas historias y lágrimas nos podrá contar ese pequeño lugar. Porque si bien mi abuelo estuvo ahí, estoy segura de que nunca lo estuvo completamente.

Para ser sincera, yo la recuerdo sonriendo y con su trato amable y amporoso. La recuerdo muy bien cocinando con esas manos llenas de talento culinario; los manjares más maravillosos los probé de sus manos. Sus frijoles negros de olla, sus salsas picantes, esas tortillas de trigo enormes que se disfrutaban recién salidas del comal. La veo tan claramente escogiendo una tortilla de trigo e indicándome que me sentara a comer, con ese amor de abuela.

También la recuerdo muy bien diciéndome: “Anita, cuida a tu mamá, hazle caso, respétala, porque eres su única hija mujercita, ella sólo te tiene a ti”. ¡Ay Fercha! Se me rompe el corazón al estar escribiendo.

Era pícara, graciosa, divertida y sumamente inteligente. Decidió que su descendencia no viviera su realidad, por eso estoy aquí, platicando parte de su historia para que no quede olvidada. Porque una mujer así no lo merece, merece poemas, canciones e historias. Mi existencia, mi historia está escrita sobre su historia, soy producto de su decisión.

“Tengo miedo de que crezcas entre malezas,

que el cerro sea tu compañero.

Porque este es un lugar de duelo,

un lugar de dolor.

Te envío a lo desconocido,

mi corazón se va contigo.

No pienses que no te pienso,

tanto te pienso que ya no estoy,

me fui contigo.”

Cuando era pequeña y me expulsaron de un partido por decirle groserías a un árbitro, mi Fercha me enseñó a decirlas en mixteco, porque era bilingüe, me compartió las groserías más fuertes que he conocido en mi vida, mi favorita siempre ha sido: “Tse koko ray, tse koko yuchi” (que te parta un rayo, que te parta un cuchillo).

Un día en mi etapa de púber enamorada, le pedí que me enseñara a decir te amo o te quiero y me dijo que se decía: “Ku iñi ñá án yu shó”, que quiere decir “yo te quiero mucho a ti”, o algo así. Cuando me lo decía, con sus palabras dulces y como en secreto, esa frase no tuvo ningún sentido de enamoramiento, porque tenía una única dueña: ella. Y me evocaba a decírselo cada que nos despedíamos; respondía con una sonrisa de complicidad.

A estas alturas de mi adultez me doy cuenta de lo mucho que me dejó; de su legado de abuela. Soy como ella, seguro que sí. Me da orgullo portar sus raíces fuertes y correosas.

Nos heredó este futuro, que es nuestro presente. Siempre deberemos estar agradecidas con su sacrificio y su listeza, por haberse despojado de ese vínculo de madre y arrojado a sus hijos a volar, como una madre pájara al dejar a sus hijos caer del nido.

Hubiera querido que mi Fercha algún día me leyera, que me escuchara, y que supiera cuánto le agradezco. Que nos perdone a todos porque no supimos actuar o porque simplemente no aprendimos lo que tuvimos qué aprender.

Y como no tuve oportunidad de despedirme de manera formal, porque un día simplemente no regresé, aprovecharé estas letras para hacerlo y decirle a esa mujer de mirada fuerte y guerrera, que siempre la recordaré y que su legado, su legado de ancestra, siempre vivirá en mí.

Mi feminismo, mi cercanía a las mujeres, siempre tendrá su nombre: Fernanda.

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Ana Laura Corga

Me gusta escribir porque sí, comparto de a cachos lo que hago y quién soy. Tlalpense, feminista, perrilover, ci-filover, cervezalover, cafélover y carcajadas.